Tal vez desde fines de noviembre (o principios de diciembre, da igual), cuando jugué la última fecha del interno de la UCA en Colegiales, donde ocupo plaza de “extracomunitario” en un equipo de fútbol 8 dominado por futuros Ingenieros en Sistemas. Ahí llegué tarde, jugué un solo tiempo y pesqué una bola que había quedado media dormida en la periferia de área. Fue a través de una confusión entre dos defensores donde yo ví la posibilidad, y la sacudí al rastrón.
En este momento se me viene la imagen del arquero tirándose tarde y lento, en una caída que no terminaba nunca. Era bastante grandecito de edad, unos 30 largos. Quería moverse como si tuviera 15 años menos, pero la angustiosa pelada a la altura del remolino lo deschavaba ferozmente. Algunos le decían Pedro Catalano (en honor al longevo ex arquero de Deportivo Español) y fue elegido el mejor portero del campeonato. Después simulé descaradamente una falta que jamás me hicieron, como a cuatro metros del área, de frente al arco, gracias a la cuál cobraron un tiro libre con el que un compañero reventó el ángulo. A poco del final me quedó una pelota a media altura tras un tiro de esquina. Son esas típicas pelotas que vienen picando y uno sabe que es preferible pegarle despacio para poder agarrarlas por el medio y darle buen destino, pero que finalmente optamos por pincharla de abajo directo al playón de estacionamiento. Hubiese sido un lindo empate.
Pocos días después tuve la oportunidad de jugar un amistoso de fútbol 5 en la sede social del Club Almagro, a eso de las 11 de la noche. La cancha está en el 3er piso, al lado de las oficinas de la comisión directiva por las que de tanto en tanto se pegan una vueltita algunos barras que, aprovechando de las bondades del lugar, se mandan unos asadazos en el quincho. En ese picadito me despaché con 4 goles. El último sirvió para desempardar un 11-11, resultado que lo mismo habla de las inquebrantables aspiraciones ofensivas que de los descuidos defensivos. Una vez más volví a quedar con la posibilidad de sellar un resultado con una bola a media altura. La tenía bastante alta a decir verdad, pero ya me estaban atorando y a sabiendas de que las pelotas de papi fútbol son de medio pique, era aprovechar el momento o dejar que caiga muertita al piso. Ni lo dudé y me lancé al aire en una tijera que habría tenido destino de lateral de no haber pegado en la espalda de un rival. La resignación del defensor desafortunado, la impotencia del arquero desacomodado, la pelota en el arco y la red inflando y desinflándose tímidamente como el pulmón de gorrión fue todo lo que pude ver en el mismo parquet que me recibió tras mi pirueta.
Desde el piso, lo grité con el alma cerrando un puño. Era el punto final del partido, era el gol del honor, el famoso “gol gana”, era ser el protagonista de la victoria, del vencedor, en el último suspiro. Calentitos los panchos, ¿querés revancha? va a tener que ser otro día, ¡ahora te vas a tu casa con el culito roto!
Nadie festeja. Todos se zambullen hacia sus pertenencias y se toman el palo. Es tarde, algunos tienen hambre, otros sed, otros las dos cosas y además esposa e hijos. Un compañero me ayuda a levantarme y me dice: “sos un caradura, no podés gritar ese gol de mierda”.
En este momento se me viene la imagen del arquero tirándose tarde y lento, en una caída que no terminaba nunca. Era bastante grandecito de edad, unos 30 largos. Quería moverse como si tuviera 15 años menos, pero la angustiosa pelada a la altura del remolino lo deschavaba ferozmente. Algunos le decían Pedro Catalano (en honor al longevo ex arquero de Deportivo Español) y fue elegido el mejor portero del campeonato. Después simulé descaradamente una falta que jamás me hicieron, como a cuatro metros del área, de frente al arco, gracias a la cuál cobraron un tiro libre con el que un compañero reventó el ángulo. A poco del final me quedó una pelota a media altura tras un tiro de esquina. Son esas típicas pelotas que vienen picando y uno sabe que es preferible pegarle despacio para poder agarrarlas por el medio y darle buen destino, pero que finalmente optamos por pincharla de abajo directo al playón de estacionamiento. Hubiese sido un lindo empate.
Pocos días después tuve la oportunidad de jugar un amistoso de fútbol 5 en la sede social del Club Almagro, a eso de las 11 de la noche. La cancha está en el 3er piso, al lado de las oficinas de la comisión directiva por las que de tanto en tanto se pegan una vueltita algunos barras que, aprovechando de las bondades del lugar, se mandan unos asadazos en el quincho. En ese picadito me despaché con 4 goles. El último sirvió para desempardar un 11-11, resultado que lo mismo habla de las inquebrantables aspiraciones ofensivas que de los descuidos defensivos. Una vez más volví a quedar con la posibilidad de sellar un resultado con una bola a media altura. La tenía bastante alta a decir verdad, pero ya me estaban atorando y a sabiendas de que las pelotas de papi fútbol son de medio pique, era aprovechar el momento o dejar que caiga muertita al piso. Ni lo dudé y me lancé al aire en una tijera que habría tenido destino de lateral de no haber pegado en la espalda de un rival. La resignación del defensor desafortunado, la impotencia del arquero desacomodado, la pelota en el arco y la red inflando y desinflándose tímidamente como el pulmón de gorrión fue todo lo que pude ver en el mismo parquet que me recibió tras mi pirueta.
Desde el piso, lo grité con el alma cerrando un puño. Era el punto final del partido, era el gol del honor, el famoso “gol gana”, era ser el protagonista de la victoria, del vencedor, en el último suspiro. Calentitos los panchos, ¿querés revancha? va a tener que ser otro día, ¡ahora te vas a tu casa con el culito roto!
Nadie festeja. Todos se zambullen hacia sus pertenencias y se toman el palo. Es tarde, algunos tienen hambre, otros sed, otros las dos cosas y además esposa e hijos. Un compañero me ayuda a levantarme y me dice: “sos un caradura, no podés gritar ese gol de mierda”.