miércoles, 31 de octubre de 2007

Pan y queso en el recreo (ó la era amateur)

Cuando sonaba el timbre en el Instituto Anna Böttger de Gesell, uno ya tenía que estar decidido. Eran solo 15 minutos de recreo y había que saber aprovecharlos entre perderse en la cola del kiosco de Oscar (un simpático barbudo que vendía chicles vencidos y pebetes recalentadas en microondas), anotarse en el poliladron o buscar algún pibito para estafar en el cambio de figuritas.
Pero a veces, muy de tanto en tanto, Dios se decidía a confirmar su existencia en esa primaria católica y hacía aparecer milagrosamente, como si se tratara de una virgen de Fátima vestida a gajos cosidos, una redonda que desfilaba en caprichoso repiqueteo ante la atónita y sorprendida mirada de los devotos del balompié. Pero la alegría duraba poco: había muchas ventanas (incluido el salón de profesores con vista panóptica, emplazado en pleno patio, cuya constitución vidriosa le daba el nombre de “pecera”) y alguna señorita con ganas de sumar porotos nos arrebataba tan herético juguete para entregarlo a la directora.
En la clandestinidad, fabricábamos símiles artesanales juntando bollos y bollos de hojas a las que llorábamos su secuestro, más aún si esas redondas irregulares estaban terminadas con la tela de una medibacha de aporte y procedencia jamás confesados.
Lo último que nos quedaba era buscar algún lugar cerrado y tratar de emular las piruetas que veíamos en Fútbol de Primera con alguna chapita de gaseosa o con una latita de aluminio aplastada (esta opción menos divulgada, por estruendosa y por ende, visible). Cuando el paso de los años nos habían brindado las aptitudes mentales para mejorar las técnicas o, mejor aún, para negociar provechosamente con las autoridades la moderada utilización de una número 5 constante y sonante, ya preferíamos jugar al verdad consecuencia con nuestras compañeritas.