viernes, 4 de enero de 2008

Última jugada (o cómo pegarle de volea)

Tal vez desde fines de noviembre (o principios de diciembre, da igual), cuando jugué la última fecha del interno de la UCA en Colegiales, donde ocupo plaza de “extracomunitario” en un equipo de fútbol 8 dominado por futuros Ingenieros en Sistemas. Ahí llegué tarde, jugué un solo tiempo y pesqué una bola que había quedado media dormida en la periferia de área. Fue a través de una confusión entre dos defensores donde yo ví la posibilidad, y la sacudí al rastrón.
En este momento se me viene la imagen del arquero tirándose tarde y lento, en una caída que no terminaba nunca. Era bastante grandecito de edad, unos 30 largos. Quería moverse como si tuviera 15 años menos, pero la angustiosa pelada a la altura del remolino lo deschavaba ferozmente. Algunos le decían Pedro Catalano (en honor al longevo ex arquero de Deportivo Español) y fue elegido el mejor portero del campeonato. Después simulé descaradamente una falta que jamás me hicieron, como a cuatro metros del área, de frente al arco, gracias a la cuál cobraron un tiro libre con el que un compañero reventó el ángulo. A poco del final me quedó una pelota a media altura tras un tiro de esquina. Son esas típicas pelotas que vienen picando y uno sabe que es preferible pegarle despacio para poder agarrarlas por el medio y darle buen destino, pero que finalmente optamos por pincharla de abajo directo al playón de estacionamiento. Hubiese sido un lindo empate.
Pocos días después tuve la oportunidad de jugar un amistoso de fútbol 5 en la sede social del Club Almagro, a eso de las 11 de la noche. La cancha está en el 3er piso, al lado de las oficinas de la comisión directiva por las que de tanto en tanto se pegan una vueltita algunos barras que, aprovechando de las bondades del lugar, se mandan unos asadazos en el quincho. En ese picadito me despaché con 4 goles. El último sirvió para desempardar un 11-11, resultado que lo mismo habla de las inquebrantables aspiraciones ofensivas que de los descuidos defensivos. Una vez más volví a quedar con la posibilidad de sellar un resultado con una bola a media altura. La tenía bastante alta a decir verdad, pero ya me estaban atorando y a sabiendas de que las pelotas de papi fútbol son de medio pique, era aprovechar el momento o dejar que caiga muertita al piso. Ni lo dudé y me lancé al aire en una tijera que habría tenido destino de lateral de no haber pegado en la espalda de un rival. La resignación del defensor desafortunado, la impotencia del arquero desacomodado, la pelota en el arco y la red inflando y desinflándose tímidamente como el pulmón de gorrión fue todo lo que pude ver en el mismo parquet que me recibió tras mi pirueta.
Desde el piso, lo grité con el alma cerrando un puño. Era el punto final del partido, era el gol del honor, el famoso “gol gana”, era ser el protagonista de la victoria, del vencedor, en el último suspiro. Calentitos los panchos, ¿querés revancha? va a tener que ser otro día, ¡ahora te vas a tu casa con el culito roto!
Nadie festeja. Todos se zambullen hacia sus pertenencias y se toman el palo. Es tarde, algunos tienen hambre, otros sed, otros las dos cosas y además esposa e hijos. Un compañero me ayuda a levantarme y me dice: “sos un caradura, no podés gritar ese gol de mierda”.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Un fulbo oriental (o la vaselina que no fue)

Un día me llama un ex compañero de la facultad al que apodé “El tanque” porque en la cancha se movía pesadamente y haciendo ruido. Me invitaba a jugar un picado por Núñez, donde todos los lunes jugaba amistosamente junto a un grupo de orientales. Entendía que me llamaba de última porque se le habría caído algún amigo y se sabe que, jugando de relleno, uno no puede aspirar más que a ocupar puestos de los más detestables. Accedí porque la tardecita estaba mansa y así fue como llegué al club Muni cuando el sol todavía nos pispeaba de reojo. En la previa cada uno estaba en la suya. Un oriental de unos treintipico contaba por teléfono que había pegado un contacto para vender semáforos en Carcarañá (?). Se llamaba Kim y pese a que se mostró diligente en la mitad de la cancha durante los primeros minutos, fundió biela tempranamente y tuvo el fatal desenlace que el fútbol le tiene destinado a los gordos, que no es otra cosa que morir en el arco hasta que el dueño de la cancha diga que se acabó la hora. Un tal Toni se rehusaba a que le digan “chino”, como le debe pasar a otros tantos taiwaneses iguales que él.
La cancha era de césped sintético bien cortito y la pelota estaba más bien pesada, por lo que entendí que la clave pasaba por hacerla circular rápido a largas distancias y moverme en velocidad ofreciéndome como descarga. El resto lo haría la arena (¿alguien confesará alguna vez porqué todas las canchas de sintético tienen arena?), gran enemiga de los lentos y los pesados. Con el paso de los minutos comprobé que mis habilidades en la gambeta eran más bien limitadas, así que reducí mi área de influencia al lateral izquierdo, pensando que al ser diestro podría enganchar hacia adentro en ataque para lograr mayor ángulo de opción. Sin nadie que me relevara en mis excursiones al área rival, me fue impuesta la obligación de no superar la mitad de la cancha. La defensa había quedado establecida en una virtual línea de tres, con el Tanque de líbero. Pobre Tanque, le tocó marcar a un uruguayo ligerito que en cuento le sacó la ficha, lo sacó a pasear por el arenero. Era verlo al uruguayo encarando el área con la pelota, y verlo automáticamente al Tanque rapeando sobre la arena del sintético, como dos imágenes imposibles una sin la otra.
En un ataque de esos bien desprolijos, donde se pliegan descortinadamente tal vez más jugadores de los estrictamente necesarios, los rivales dejaron olvidada la pelota por donde yo andaba merodeando y encaré para adelante por mi izquierda favorita hasta encontrar el momento justo. Ahí lo ví a Toni en la medialuna del área, como quién espera un bondi que lo mismo le da que llegue hoy o en tres horas, y fue abrí el libro: hinqué el freno, hice la pausa, enganché hacia adentro poniéndome de cara a él y, cuando el perfil me auguraba un pase seguro, le serví la pelota con una entrega que lo mismo le llegaba si la tocaba que si la silbaba. Una asistencia de manual. Solo tuvo que sacudirla a gusto para que la bocha se frene en la red. Le busqué la mirada esquiva desde ese entonces hasta que volvimos a nuestro campo, a la espera que el rival reinicie el juego moviendo del medio. No esperaba un monumento ni un show de fuegos artificiales por mi pase pero, que se yo, a lo mejor un pulgar en alto, o un guiño de ojos. No me merecía tamaña indiferencia. Me estaban haciendo valer mi condición de “invitado”. Me la aguanté callado y me la juré para la contra siguiente. Porque el juego nuestro era básicamente ese, o correr a marcar un rival, o acomodar el culo para una posible contra. Así fue cómo los agarramos mal parados de vuelta y, en una combinación de pases y movilizaciones (el famoso toco-y-me-voy), me encontré con la bola redonda girando sobre su eje en la boca del área, jugosa como para pegarle de contrapelo y aprovechar el efecto para ponerla en el segundo palo del arquero. Esta vez, lo confieso, no levanté la cabeza. Podía haber al lado mío un ejército entero de samurais orientales mejor posicionados al gol, pero no me importaba nada. Era mi oportunidad. La envainé con el canto interno del botín en el punto justo donde la pelota gime de placer hasta retorcerse en esa comba perfecta que la hace alejarse amablemente en la altura para finalmente bajar violentamente hacia una caída libre orgásmica. Así fue como se me escapó por detrás del ángulo, como un arco iris que se muere para siempre en una cascada.
Mientras volvía a mi puesto en la defensa con la gabeza gacha, un flaco me hacía reclamos varios desde la otra punta del área. Saltando debajo del arco como un gorila enjaulado, Kim me pedía que marque a no se quién. El Tanque no paraba de sacarse arena de los botines.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Pan y queso en el recreo (ó la era amateur)

Cuando sonaba el timbre en el Instituto Anna Böttger de Gesell, uno ya tenía que estar decidido. Eran solo 15 minutos de recreo y había que saber aprovecharlos entre perderse en la cola del kiosco de Oscar (un simpático barbudo que vendía chicles vencidos y pebetes recalentadas en microondas), anotarse en el poliladron o buscar algún pibito para estafar en el cambio de figuritas.
Pero a veces, muy de tanto en tanto, Dios se decidía a confirmar su existencia en esa primaria católica y hacía aparecer milagrosamente, como si se tratara de una virgen de Fátima vestida a gajos cosidos, una redonda que desfilaba en caprichoso repiqueteo ante la atónita y sorprendida mirada de los devotos del balompié. Pero la alegría duraba poco: había muchas ventanas (incluido el salón de profesores con vista panóptica, emplazado en pleno patio, cuya constitución vidriosa le daba el nombre de “pecera”) y alguna señorita con ganas de sumar porotos nos arrebataba tan herético juguete para entregarlo a la directora.
En la clandestinidad, fabricábamos símiles artesanales juntando bollos y bollos de hojas a las que llorábamos su secuestro, más aún si esas redondas irregulares estaban terminadas con la tela de una medibacha de aporte y procedencia jamás confesados.
Lo último que nos quedaba era buscar algún lugar cerrado y tratar de emular las piruetas que veíamos en Fútbol de Primera con alguna chapita de gaseosa o con una latita de aluminio aplastada (esta opción menos divulgada, por estruendosa y por ende, visible). Cuando el paso de los años nos habían brindado las aptitudes mentales para mejorar las técnicas o, mejor aún, para negociar provechosamente con las autoridades la moderada utilización de una número 5 constante y sonante, ya preferíamos jugar al verdad consecuencia con nuestras compañeritas.