jueves, 13 de diciembre de 2007

Un fulbo oriental (o la vaselina que no fue)

Un día me llama un ex compañero de la facultad al que apodé “El tanque” porque en la cancha se movía pesadamente y haciendo ruido. Me invitaba a jugar un picado por Núñez, donde todos los lunes jugaba amistosamente junto a un grupo de orientales. Entendía que me llamaba de última porque se le habría caído algún amigo y se sabe que, jugando de relleno, uno no puede aspirar más que a ocupar puestos de los más detestables. Accedí porque la tardecita estaba mansa y así fue como llegué al club Muni cuando el sol todavía nos pispeaba de reojo. En la previa cada uno estaba en la suya. Un oriental de unos treintipico contaba por teléfono que había pegado un contacto para vender semáforos en Carcarañá (?). Se llamaba Kim y pese a que se mostró diligente en la mitad de la cancha durante los primeros minutos, fundió biela tempranamente y tuvo el fatal desenlace que el fútbol le tiene destinado a los gordos, que no es otra cosa que morir en el arco hasta que el dueño de la cancha diga que se acabó la hora. Un tal Toni se rehusaba a que le digan “chino”, como le debe pasar a otros tantos taiwaneses iguales que él.
La cancha era de césped sintético bien cortito y la pelota estaba más bien pesada, por lo que entendí que la clave pasaba por hacerla circular rápido a largas distancias y moverme en velocidad ofreciéndome como descarga. El resto lo haría la arena (¿alguien confesará alguna vez porqué todas las canchas de sintético tienen arena?), gran enemiga de los lentos y los pesados. Con el paso de los minutos comprobé que mis habilidades en la gambeta eran más bien limitadas, así que reducí mi área de influencia al lateral izquierdo, pensando que al ser diestro podría enganchar hacia adentro en ataque para lograr mayor ángulo de opción. Sin nadie que me relevara en mis excursiones al área rival, me fue impuesta la obligación de no superar la mitad de la cancha. La defensa había quedado establecida en una virtual línea de tres, con el Tanque de líbero. Pobre Tanque, le tocó marcar a un uruguayo ligerito que en cuento le sacó la ficha, lo sacó a pasear por el arenero. Era verlo al uruguayo encarando el área con la pelota, y verlo automáticamente al Tanque rapeando sobre la arena del sintético, como dos imágenes imposibles una sin la otra.
En un ataque de esos bien desprolijos, donde se pliegan descortinadamente tal vez más jugadores de los estrictamente necesarios, los rivales dejaron olvidada la pelota por donde yo andaba merodeando y encaré para adelante por mi izquierda favorita hasta encontrar el momento justo. Ahí lo ví a Toni en la medialuna del área, como quién espera un bondi que lo mismo le da que llegue hoy o en tres horas, y fue abrí el libro: hinqué el freno, hice la pausa, enganché hacia adentro poniéndome de cara a él y, cuando el perfil me auguraba un pase seguro, le serví la pelota con una entrega que lo mismo le llegaba si la tocaba que si la silbaba. Una asistencia de manual. Solo tuvo que sacudirla a gusto para que la bocha se frene en la red. Le busqué la mirada esquiva desde ese entonces hasta que volvimos a nuestro campo, a la espera que el rival reinicie el juego moviendo del medio. No esperaba un monumento ni un show de fuegos artificiales por mi pase pero, que se yo, a lo mejor un pulgar en alto, o un guiño de ojos. No me merecía tamaña indiferencia. Me estaban haciendo valer mi condición de “invitado”. Me la aguanté callado y me la juré para la contra siguiente. Porque el juego nuestro era básicamente ese, o correr a marcar un rival, o acomodar el culo para una posible contra. Así fue cómo los agarramos mal parados de vuelta y, en una combinación de pases y movilizaciones (el famoso toco-y-me-voy), me encontré con la bola redonda girando sobre su eje en la boca del área, jugosa como para pegarle de contrapelo y aprovechar el efecto para ponerla en el segundo palo del arquero. Esta vez, lo confieso, no levanté la cabeza. Podía haber al lado mío un ejército entero de samurais orientales mejor posicionados al gol, pero no me importaba nada. Era mi oportunidad. La envainé con el canto interno del botín en el punto justo donde la pelota gime de placer hasta retorcerse en esa comba perfecta que la hace alejarse amablemente en la altura para finalmente bajar violentamente hacia una caída libre orgásmica. Así fue como se me escapó por detrás del ángulo, como un arco iris que se muere para siempre en una cascada.
Mientras volvía a mi puesto en la defensa con la gabeza gacha, un flaco me hacía reclamos varios desde la otra punta del área. Saltando debajo del arco como un gorila enjaulado, Kim me pedía que marque a no se quién. El Tanque no paraba de sacarse arena de los botines.